Mostrando las entradas con la etiqueta caperucita roja. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta caperucita roja. Mostrar todas las entradas

29 de agosto de 2011

Caperucita roja

De Caperucita Roja mejor no hablar, conviene más escribir, aunque más no sea por la compensación económica que ese esfuerzo reporta al autor de estos cuentos, hombre altruista y generoso si se me permite decirlo y de cuyo talento dan fe estas magníficas páginas.
Caperucita era una típica representante de la pequeña burguesía. Su madre, inseminada artificialmente por un veterinario local, esperaba un Aberdeen Angus y mayúscula fue su sorpresa al comprobar que el veterinario le había metido el perro como quien dice, pues lo que tuvo el día del parto fue un lindo cachorro de ovejero alemán al que más tarde llamarían Lobo.
El parto había sido largo, laborioso y muy al estilo de la época. Parto sin dolor lo llamaban porque en aquellos tiempos se hacía hasta lo imposible para que tanto el médico como la partera no sufrieran en absoluto. En este parto en particular, médico y partera retozaban en las afueras de la clínica mientras cantaban:
- Juguemos en el bosque mientras el lobo no está. ¿Lobo, estás?
- Me estoy poniendo los fórceps -contesta el Lobo.
Más adelante, con el cordón umbilical se le fabricó un lindo collar y con una manta colorada se le hizo una caperuza para protegerlo del frío.
La caperuza menoscababa en cierta forma su virilidad y no fue de extrañar que en las puertas de los baños o sobre los árboles del bosque algún talentoso y anónimo poeta escribiese las palabras: "Lobo puto".
La madre de Lobo un día le preguntó:
- Decíme nene, ¿vos sos un poco raro, no?
- Si te refieres, madre, a mis tendencias homosexuales, debo manifestarte que tus sospechas no son del todo infundadas; por el contrario, una temprana vocación se ha despertado en mí y no cejaré en mi empeño hasta convertirme en un...
- ¡Nene ¡No digas esa palabra!En el bosque vivía un cazador, hombre tosco en grado sumo y en absoluto exigente en materia sexual hasta el extremo de oírsele decir cierta vez:
- Para mí, entre un lobo puto o Lopus Dei, prefiero el Lopus Dei.
El cazador acostumbraba a llevar todos los jueves una canasta a su abuelita con una torta, huevos, manteca, marihuana, bizcochos y dulce de membrillo. Un jueves el cazador estaba por salir y le dijo a Lobo, con quien mantenía relaciones íntimas:
- Che, hace frío, dame tu caperuza.
- Ah, sí, vos te vas por ahí y me dejás en pelotas.
- Dale maricón, prestamela.
El cadáver del cazador tirado en el bosque con la caperuza puesta despertó infinidad de conjeturas.
"Los hombres no lloran y los cazadores no usan caperuzas", era la versión machista.
"Cazador muerto con alevosía, premeditación y caperuza, turbio drama entre amorales drogadictos", decía Crónica en sexta edición.
"Fue homenajeada la comisión de homenaje al General Mitre", decía La Nación.

"Fue desmentida la muerte de un cazador", dijo el Departamento de Prensa de la Policía Federal, por lo que la gente tuvo la certeza de que el cazador había muerto.
Ahora bien: el asesinato del cazador o el crimen de la caperuza no era suficiente noticia para los diarios de la época. Un pobre cadáver proletario inmóvil en la espesura no podía competir con los miles de cadáveres acumulados en la guerra de los cien años o amontonados por la peste o por el hambre dentro y fuera de las murallas de las ciudades sitiadas o quemadas social y físicamente en las luminosas hogueras de la Inquisición.

En aquellos tiempos la competencia periodística era dura. Nada parecía suficiente para ese público ávido de sensaciones: titulares como "Mató a su madre sin causa justificada", salían en sociales. "Cacería de niños pobres en Andorra", figuraba como espectáculo prohibido para menores de catorce años. Un cazador muerto, tal vez, con mucha suerte, podría figurar en la composición de algún chico testigo del asesinato camino del colegio, pero jamás en una crónica policial.
Los familiares del cazador sabían esto y probablemente no hubiesen podido sobrevivir al deshonor a no ser por una feliz casualidad. El cazador se llamaba César y bastó que la familia viese en un libro de historia que César había sido muerto por Bruto para que dijese:

- Eso si que no. Que lo maten a César vaya y pase, pero que lo calumnien, no.

La familia juntó sus ahorros y se dispuso a lavar el buen nombre de César.
Como primera medida se le hizo a César una autopsia. Al abrirlo se descubrió la cesárea, cosa que, dadas las circunstancias, no interesaba mayormente.
Después se ofreció una recompensa por la captura de Lobo, quien, según todos los indicios, era el asesino.

Como comprenderéis, mis pequeños lectores, Lobo no tenía muchas posibilidades. Un oscuro funcionario lo detuvo y fue remitido a los Tribunales del Rey, para su posterior juzgamiento.
Lobo, francamente introvertido, basó su defensa en profundas motivaciones interiores.

- Soy hijo natural –adujo ante el jurado-.
Soy consecuencia de los amores ilegítimos de Caperucita con un lobo desconocido; soy el producto de un sistema que convierte al hombre en lobo del hombre y soy parte de una sociedad carnívora que me ha empujado a este comercio infame.
Hablaba bien, Lobo, sin mucho fundamento, eso sí, pero hablaba bien; incluso llegó a decir:

- Vosotros, sicarios de la tiranía, guardia pretoriana de la injusticia, artífices del atropello, mediocres artesanos de la barbarie; a vosotros os hablo, a vosotros, que jamás habéis visto las raíces cuadradas de un logaritmo ni la huella de un barbitúrico ni la indetenible estampida de las monocotiledóneas; a vosotros, pequeños vigías de la concupiscencia, que ignoráis las más elementales Normas Aleandros, a vosotros os digo; dad a César lo que es de César, dadle cristiana sepultura y no hinchéis más las pelotas.

Hablaba bien, Lobo; no sabía rematar sus discursos, pero hablaba bien.
Lo que sí, no tenía mucha suerte; su juez fue en esa ocasión Alfonso El Sordo, también apodado Alfonso el Hijo de Puta, quien dijo:

- Este Tribunal ha escuchado con atención las palabras del acusado y coincide con éste en su necesidad de acordar un aumento de sueldo a los miembros del Poder Judicial; al mismo tiempo considera sumamente edificante la última voluntad del acusado consistente en marchar al patíbulo con un cartel en el que se podrán leer las palabras: "Viva el Juez".

Lobo fue ejecutado en la plaza pública.

Sus últimas palabras no fueron registradas; en cambio las del verdugo sí:
- Che, flaco, te mandó una carta el Rey; no te la leo porque es un insulto.
Lobo murió de un error de imprenta: en vez de insulto, en el sobre, se debía leer indulto.

Dalmiro Saenz, 1983