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13 de agosto de 2015

Semmelweis y el lavado de manos

Ignaz Philip Semmelweis fue un médico húngaro que inició estudios en su natal Budapest y los culminó en Viena en 1845. Es médico auxiliar del Hospital General de Viena, con dos grandes pabellones de maternidad, el primero dirigido por el doctor Klein, atendido por estudiantes de medicina, el segundo, atendido por comadronas, bajo la dirección del Dr. Bartsch. Al Pabellón I entró en 1846 a trabajar el recién graduado Semmelweis, a sus 28 años.

Ante el aumento de la mortalidad materna se reunió una comisión académica para estudiar la alta mortalidad y determinó que las condiciones atmosféricas-cósmico-telúricas e higrométricas y el exceso de enfermos, eran la causa, recomendando el empleo intensivo de purgas y sangrías. Estas eran las teorias más populares de la época.  Klein sostenía que el examen, realizado por las manos masculinas, más toscas, hería el pudor de las mujeres, y acusó a los estudiantes extranjeros de ser más toscos, logrando excluirlos del pabellón, disminuyendo los estudiantes de 80 a 20, bajando las cifras de mortalidad materna y triunfando Klein. Las usuarias eran proletarias, sirvientas, obreras, madres solteras, prostitutas y mendigas, lo que hace notar a Semmelweis que, en los círculos elevados de la ciudad, "las parturientas del alto grado no mueren a causa de sentirse heridas en sus sentimientos de pudor, en la misma medida que lo hacen las desvergonzadas rameras del arroyo".  Claramente nuestro héroe entendía que las causas atmosféricas, si esa era la razón, se daban debia influir tanto en uno como en el otro grupo, lo cual claramente no sucedía. La causa, dirá Semmelweis: "reside en determinadas particularidades de nuestra sala, en ninguna otra cosa". Por sus opiniones, Semmelweis cae en desgracia ante su jefe Klein.

Los estudiantes de medicina acudían en la mañana al anfiteatro donde practicaban necropsias en los cadáveres de las maternas fallecidas por la Fiebre puerperal, con signos de septicemia en sus órganos. Del anfiteatro pasaban a la sala de partos, sin cambiar de ropa ni lavar las manos, a atender a las parturientas recién ingresadas en el temido pabellón. Semmelweis obliga a los estudiantes a lavarse las manos antes de ir a la sala de partos. Los estudiantes se indignan, protestan airados, se niegan a lavarse como las comadronas. Klein afirma que no tolerará tal extravagancia de Semmelweis, quien contraataca: "El que reconoce a una mujer embarazada sin antes lavarse las manos es un Asesino. ¡Todos ustedes son unos asesinos!".

Semmelweis, es despedido del Hospital al día siguiente. Viaja a Venecia y, al regresar, se entera de la muerte de su amigo Kolletschka, herido en un dedo durante una autopsia, revisa la descripción de la necropsia, encontrando lesiones anatomo patológicas similares a las encontradas en las autopsias de la Fiebre puerperal y concluye: "La Fiebre puerperal es una septicemia producida por un veneno que se forma en los cadáveres… Los estudiantes son los que, con sus dedos ensuciados durante las autopsias, transmiten los funestos gérmenes cadavéricos a los órganos sexuales de las mujeres embarazadas." Decide usar una sustancia desodorante, el cloruro de calcio, para lavar las manos.

Para probar su teoría, se hace nombrar nuevamente en el Hospital de Viena, gracias a los oficios del profesor Skoda, esta vez en el Pabellón de Bartsch, a donde hace trasladar a los estudiantes de medicina, enviando a Klein las comadronas. Semmelweis coloca una jofaina con el cloruro de calcio y obliga a médicos y estudiantes, que provengan del anfiteatro, a lavarse las manos antes de atender a las pacientes de la sala de partos. Como un tirano perseguía a todo el mundo para obligarlo a lavarse las manos, a las buenas o a las malas. A raíz de la medida, la mortalidad disminuyó del 27% al 12%. Al comprobar que la infección también se daba de una materna infectada viva a otra, obliga a todos a lavarse las manos, aunque no asistieran al anfiteatro. La mortalidad baja al 0.2%, quedando demostrada la teoría de Semmelweis. Cada vez que una materna muere en su pabellón, acusa a los obstetras y a los estudiantes de asesinos a gritos.

Semmelweis vuelve a perder su puesto en el Hospital, en 1849. Derrotado, regresa a su natal Hungría, donde se hunde en la locura y la miseria siete años.  Escribe Etiología, Concepto y Profilaxis de la Fiebre Puerperal, en 1862, y publicó su demoledora obra Carta abierta a los Profesores de Obstetricia, donde empieza llamándolos asesinos. Pega carteles por la ciudad, donde advierte a los padres sobre el riesgo de ser atendidas sus hijas o mujeres, por un médico, lo que equivalía –según él- a la muerte segura de la futura madre. Su salud mental se agrava, es enviado a Viena en 1865 donde lo hospitalizan en el psiquiátrico donde muere. Algunos postulan que pudo haber padecido de neurosifilis, contraída durante su trabajo en Viena. El día anterior a su muerte, el cirujano inglés Joseph Lister, emplea por primera vez el tratamiento antiséptico en las heridas con excelentes resultados. 

Los datos
 
En el Pabellon I del Hospital (donde el jefe era el Dr. Klein), en 1844 de un total de 3.157 madres murieron 260, un 8,2% por fiebre puerperal, al año siguiente murió el 6,8% y en 1846 aumentó al 11,4%. Esto resultaba alarmante porque en una sala adyacente, el Pabellon II, y para los mismos años la mortalidad fue de 2,3%, 2% y 2,7%. 
Y ¿cómo podía hacerse compatible esta concepción con el hecho de que mientras la fiebre asolaba el hospital, apenas se producía caso alguno en la ciudad de Viena o sus alrededores? Una epidemia de verdad, como el cólera, no sería tan selectiva.
Finalmente, Semmelweis señala que algunas de las mujeres internadas en la División Primera que vivían lejos del hospital se habían visto sorprendidas por los dolores de parto cuando iban de camino, y habían dado a luz en la calle; sin embargo, a pesar de estas condiciones adversas, el porcentaje de muertes por fiebre puerperal entre estos casos de “parto callejero” era más bajo que el de la División Primera. Según otra opinión, una causa de mortandad en la División Primera era el hacinamiento. 
 
Pero Semmelweis señala que de hecho el hacinamiento era mayor en la División Segunda, en parte como consecuencia de los esfuerzos desesperados de las pacientes para evitar que las ingresaran en la tristemente célebre División Primera. Semmelweis descartó asimismo dos conjeturas similares haciendo notar que no había diferencias entre las dos divisiones en lo que se refería a la dieta y al cuidado general de las pacientes.
 
 
En 1846, una comisión designada para investigar el asunto atribuyó la frecuencia de enfermedad en la División Primera a las lesiones producidas por los reconocimientos poco cuidadosos a que sometían a las pacientes los estudiantes de medicina, todos los cuales realizaban sus prácticas de obstetricia en esta División.

Semmelweis señala, para refutar esta opinión, que:

a) las lesiones producidas naturalmente en el proceso del parto son mucho mayores que las que pudiera producir un examen poco cuidadoso;
b) las comadronas que recibían enseñanzas en la División Segunda reconocían a sus pacientes de un modo muy análogo, sin por ello producir los mismos efectos;
c) cuando, respondiendo al informe de la comisión, se redujo a la mitad el número de estudiantes y se restringió al mínimo el reconocimiento de las mujeres por parte de ellos, la mortalidad, después de un breve descenso, alcanzó sus cotas más altas. 
 
Se acudió a varias explicaciones psicológicas. Una de ellas hacía notar que la División
Primera estaba organizada de tal modo que un sacerdote que portaba los últimos auxilios a una moribunda tenía que pasar por cinco salas antes de llegar a la enfermería: se sostenía que la aparición del sacerdote, precedido por un acólito que hacía sonar una campanilla, producía un efecto terrorífico y debilitante en las pacientes de las salas y las hacía así más propicias a contraer la fiebre puerperal. En la División Segunda no se daba este factor adverso, porque el sacerdote tenía acceso directo a la enfermería. 
 
Semmelweiss decidió someter a prueba esta suposición. Convenció al sacerdote de que debía dar un rodeo y suprimir el toque de la campanilla para conseguir que llegara a la habitación de la enferma en silencio y sin ser observado. Pero la mortalidad no decreció en la División Primera. 
 
A Semmelweis se le ocurrió una nueva idea: las mujeres, en la División Primera, yacían de espaldas; en la Segunda, de lado. Aunque esta circunstancia le parecía irrelevante, decidió, aferrándose a un clavo ardiendo, probar a ver si la diferencia de posición resultaba significativa. 
 
Hizo, pues, que las mujeres internadas en la División Primera se acostaran de lado, pero, una vez más, la mortalidad continuó.  
 
Finalmente, en 1847, la casualidad dio a Semmelweis la clave para la solución del problema. Un colega suyo, Kolletschka, recibió una herida penetrante en un dedo, producida por el escalpelo de un estudiante con el que estaba realizando una autopsia, y murió después de una agonía durante la cual mostró los mismos síntomas que Semmelweiss había observado en las víctimas de la fiebre puerperal. Aunque por esa época no se había descubierto todavía el papel de los microorganismos en ese tipo de infecciones, Semmelweis comprendió que la “materia cadavérica” que el escalpelo del estudiante había introducido en la corriente sanguínea de Kolletschka había sido la causa de la fatal enfermedad de su colega, y las semejanzas entre el curso de la dolencia de Kolletschka y el de las mujeres de su clínica llevó a Semmelweiss a la conclusión de que sus pacientes habían muerto por un envenenamiento de la sangre del mismo tipo: él, sus colegas y los estudiantes de medicina habían sido los portadores de la materia infecciosa, porque él y su equipo solían llegar a las salas inmediatamente después de realizar disecciones en la sala de autopsias, y reconocían a las parturientas después de haberse lavado las manos sólo de modo superficial, de modo que estas incluso conservaban a menudo un característico olor a suciedad. 
 
Una vez más, Semmelweis puso a prueba esta posibilidad. Argumentaba él, que si la suposición fuera correcta, entonces se podría prevenir la fiebre puerperal destruyendo químicamente el material infeccioso adherido a las manos. Dictó, por tanto, una orden por la que se exigía a todos los estudiantes de medicina que se lavaran las manos con una solución de cal clorada antes de examinar a una enferma. La mortalidad puerperal comenzó a decrecer, y en el año 1.848 descendió hasta el 1,27% en la división primera, frente al 1,33% de la segunda. 
 
En apoyo de su idea, o como también diremos, de su hipótesis, Semmelweis hace notar además que con ella se explica el hecho de que la mortalidad de la división segunda fuera mucho más baja: en esta las pacientes estaban atendidas por comadronas, en cuya preparación no estaban incluidas las prácticas de anatomía mediante la disección de cadáveres. 
 
La hipótesis explicaba también el hecho de que la mortalidad fuera menor entre los
casos de “parto callejero”: a las mujeres que llegaban con el niño en brazos casi nunca se las sometía a reconocimiento después de su ingreso, y de este modo tenían mayores posibilidades de escapar a la infección.
Posteriores experiencias clínicas llevaron pronto a Semmelweiss a ampliar sus hipótesis. En una ocasión, por ejemplo, él y sus colaboradores, después de haberse desinfectado cuidadosamente las manos, examinaron primero a una parturienta aquejada de cáncer cervical ulcerado; procediendo luego a examinar a otras doce mujeres de la misma sala, después de un lavado rutinario sin desinfectarse de nuevo. Once de las doce pacientes murieron de fiebre puerperal. Semmelweiss llegó a la conclusión de que la fiebre puerperal podía ser producida no sólo por materia cadavérica sino también por materia pútrida procedente de organismos vivos. 
 
Antes de el, ya otros médicos propugnaron la desinfección de las manos, en 1795 fue el obstetra Alexander Gordon de Aberdeen en Escocia, y en 1829 el Dr. Robert Collins en Dublín, que también fueron rechazadas por la comunidad científica. 

Tras presentar a los colegas médicos sus conclusiones con datos objetivos, no solo le negaron la evidencia, sino que le acusaron de insultar la imagen de los médicos, y es que Semmelweis no podía explicar el porqué de esos resultados, además, culpaba a los propios galenos de ser los responsables de la muertes de sus pacientes. Al regresar a Pest, en Hungría, al pequeño Hospital Szent Rókus, aplicó su método y redujo nuevamente la tasa de mortalidad.

Los principios de la higiene en la historia se remontan, entre otros, a la ley mosaica, que data del siglo dieciséis antes de nuestra era, cualquiera que tocara un cadáver se consideraba contaminado durante siete días y debía pasar por un procedimiento de higiene que incluía bañarse y lavar sus ropas. Durante ese período, la persona debía evitar todo contacto con otros (Números 19:11-22).

El lavamanos de Semmelweis

The mothers might live. Video. 1939.