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25 de abril de 2015

El psicoanálisis en Flores

La historia del psicoanálisis en el barrio de Flores es bastante curiosa. Quienes conocen a los Hombres Sensibles ya sospecharan que las teorías de Freud no fueron formuladas pensando en ellos. Y aunque estos varones siempre fueron aventureros y buscadores de sueños, cuesta bastante imaginarlos en el sillón de un psicoanalista. 
Sin embargo, muchos profesionales alcanzaron cierto éxito en el barrio del Ángel Gris. Algunos fueron consultados por los Hombres Sensibles y hasta existieron escuelas y corrientes opuestas que dieron lugar a apasionantes polémicas. El primer analista que se estableció en Flores fue - según dicen - el doctor Mauricio D. Finkel. Los comienzos no fueron fáciles y su consultorio de la avenida Rivadavia permaneció desierto durante meses. 

Los vecinos creían entender que Finkel adivinaba la suerte o tiraba las cartas o tal vez vendía rifas. 

Con esa idea se presento un día de invierno el primero de sus pacientes. Se trataba del poeta Jorge Allen, quien buscaba consuelo a un desengaño amoroso y pensó que no estaba del todo mal intentar alguna solución mágica. Finkel lo hizo recostar en su diván y lo invito a hablar. Allen le contó minuciosamente como había sido abandonado por cierta señorita de La Paternal, la forma en que sufría y otros detalles menores. Transcurrido un buen rato, Finkel se levanto y dio por terminada la entrevista.
 - Bien - dijo Allen 
-. ¿Que hago? - Venga el jueves a la misma hora. 
- Para que ? 
- Vea, se trata de que usted vaya comprendiendo su propio problema. 
La solución la encontrara precisamente en esa misma comprensión. Allen regreso varias veces. Comprendió perfectamente su caso, lo cual no le sirvió de nada: la chica de La Paternal se caso con un consignatario de Alberti. Enterado de esta tragedia, el enamorado anuncio a Finkel su decisión de interrumpir el tratamiento. 
- Usted no entiende - sentencio el analista - ; el punto es ubicarlo a usted ante la realidad para que acepte y supere el dolor. 
- No deseo superar el dolor. Ya he perdido a la mujer que quería : Pretende usted dejarme también sin el sufrimiento? Dígame cuanto le debo. 

A pesar de este primer fracaso, Finkel hizo carrera. Cuando los Hombres Sensibles se enteraron de la teoría del subconsciente, creyeron encontrarse ante una hermosa leyenda. En la plaza, los Narradores de Historias sorprendían a su auditorio manifestando que todos llevábamos dentro a otro señor, que es en verdad el que domina nuestra persona. 

Agregaban que este señor oculto aparecía en los peores momentos, poniendo en nuestras vidas notas de lujuria, bestialidad y grosería. La leyenda del subconsciente se fue transformando vigorosamente y algunas de sus versiones son asombrosas. Durante mucho tiempo se creyó en Flores que todo acto indecoroso era responsabilidad del subconsciente, quedando a salvo la inocencia de quien lo perpetrara. Así, los guarangos de la zona justificaban sus gritos, zafadurias y provocaciones culpando al extraño que llevaban dentro. Las personas decentes y rectas se jactaban de no tener subconsciente y muchos padres amenazaban a sus hijos con disponer la extirpación quirúrgica del intruso responsable de sus travesuras. Manuel Mandeb afirmo una madrugada que el tenia varios subconscientes, la mayoría de los cuales estaba en contra suya. Casi en los confines de Villa del Parque, algunos grupos de fantásticos creyeron que el subconsciente salía de su envoltura carnal en las noches de luna llena para cometer toda clase de perversidades. 

Sea por el auge de esta leyenda, sea por la improbada labor de grupos de lechuguinos procedentes del centro, el caso es que el doctor Finkel y algunos otros psicoanalistas llegaron a disponer de una regular clientela. Los Refutadores de Leyendas no se opusieron a esta actividad, pues habían oído decir que se trataba de algo científico. También es cierto que no concurrían a los consultorios, lo cual es una lastima: no debe haber nada mas apasionante que los sueños de un racionalista. 

Con la aparición de nuevos profesionales, empezaron también los diferentes enfoques, las herejías y las discusiones. Finkel era ortodoxo: no dialogaba con sus pacientes, se ponía lejos de su vista y no les permitía que lo miraran. Sus enemigos afirmaban que el hombre aprovechaba para dormir. Otros aseguraban que se iba a la cocina y regresaba sobre el final de la sesión. Y no faltaban los que creían que atendía a dos o mas personas al mismo tiempo, dando vueltitas de inspección entre pieza y pieza. 

Otros psicoanalistas prefirieron enfrentar a sus clientes y discutir con ellos. Una rama de la calle Bilbao se llevo esta actitud al extremo. Así nació la Escuela Psicoanalítica de la Mala Sangre. Los médicos que siguieron esta novedosa técnica se propusieron reaccionar ante el relato del paciente de un modo evidente y hasta exagerado, para que el enfermo comprendiera que se lo compadecía. Por ejemplo: si un señor contaba que su esposa lo tenia harto, el analista lloraba amargamente hasta caer en la desesperación. Claro que esta terapia tuvo, algunas veces, consecuencias desagradables. Así, cuando alguien contaba que castigaba a sus hijos, no faltaba el psicólogo taura que se plantaba frente al escritorio y gritaba: "Por que no me pegas a mi, sinvergüenza". Las actividades de la Escuela Psicoanalítica de la Mala Sangre cesaron, mas que nada, a causa de las quejas de los vecinos. 

Un negocio bastante interesante fue el de los psicoanalistas a domicilio. La idea surgió a partir de la fuerte necesidad que muchos pacientes tenían de sus analistas a toda hora. Ciertos neuróticos pudientes pensaron que una buena solución era contratar a un psicoterapeuta de modo permanente. Entonces se hizo bastante frecuente la costumbre de tener un analista en la casa, lo que - de paso - eliminaba la molestia de someterse a una sesión, pues no tenia mayor sentido contarle al profesional lo que este podía ver con sus propios ojos. Lo cierto es que, en el caso de los psicoanalistas ortodoxos, su función en el domicilio del enfermo no era mucho mas activa que la de un florero. Se limitaban a recorrer las habitaciones murmurando "jem" y asintiendo con la cabeza. Muchos de ellos todavía siguen en las casas de familias adineradas, algunos como jardineros, otros como primos o entrenados. 

El auge de la actividad psicoanalítica en el barrio de Flores popularizo sus técnicas mas sencillas. Cualquier modista sabia lo que era el complejo de Edipo o una neurosis obsesiva. Los Hombres Sensibles se sintieron fascinados por el juego de la interpretación. Para ellos no se trataba de un ejercicio científico, sino mas bien artístico. Y no les faltaba razón. Alguien deja un paraguas olvidado en el bar La Pilarica. Interpretación: existe el deseo de volver al establecimiento. Alguien cuenta chistes todo el tiempo. Interpretación: hay una pena oculta. Alguien siente horror por los cuchillos. Interpretación: Hubo un accidente en la niñez. Desde luego, los poetas del barrio acuñaron interpretaciones nuevas muchas de ellas de alto valor literario. Veamos: Alguien se mete el dedo en la nariz. Interpretación: Esta buscando su alma. Una mujer es demasiado hermosa. Interpretación: se trata del demonio. Un hombre come terrones de azúcar. Interpretación: es tucumano. Un hombre afila su cuchillo en el cordón de la vereda: venganza segura. El mismo mecanismo se observo en la interpretación de los sueños. Según los Hombres Sensibles, soñar con una mujer es amarla, soñar con zapatos negros es morirse, soñar con caerse es el cincuenta y seis. 

Otra de las consecuencias de esta vocación psicológica fue el convencimiento general de que todo tiene orígenes mentales. Así, cuando un muchacho se ensartaba un clavo en el pie, algunos médicos aplicaban la vacuna antitetánica y otros preguntaban por la relación del ensartado con sus padres. 

De cualquier modo, el entusiasmo fue decayendo. Tal vez el principal responsable fue Manuel Mandeb. El pensador árabe empezó a desconfiar de quien trataba de abarcar el alma con menesterosas definiciones. No le gustaba tampoco la ausencia del pecado en aquellas construcciones donde no había canallas, sino enfermos y donde los sinvergüenzas eran llamados psicóticos. 

De estas inquietudes surge una obtusa monografía titulada "Locos éramos los de antes". En realidad el trabajo consiste en la exposición de ciento nueve casos de personas que concurrieron al psicoanalista, sin curarse de nada y - lo que es peor - adquiriendo una espantosa satisfacción de si mismas. La verdad es que el trabajo de Mandeb carece de todo rigor científico, pero consigue dejar la extraña sensación de que al psicoanálisis tampoco le sobra este rigor. Esto es quizás falso. Pero uno no termina de convencerse, tal es el efecto que los pensadores pasionales, como Manuel Mandeb, producen en las personas razonables. 

Hoy en día, supongo yo, los grandes investigadores del alma transitaran otros caminos menos pintorescos. Ya no parece tener mucho sentido contarle nuestras fantasías a un señor durante veinticinco años para ver si conseguimos dormir tranquilos. Mis amigos ilustrados me cuentan que hay nuevas técnicas y que la ciencia adelanta a modo bestial. Como quiera que sea, el sencillo propósito de esta nota ha sido llamar la atención sobres aspectos estéticos del psicoanálisis. 

No importa que no sirva para nada: sus rituales, sus aristas absurdas, sus tiros en la noche, sus metáforas, su solemnidad son elementos que un verdadero artista no debería desechar jamás. Tal vez llego tarde y todos han comprendido esto. Quizás los terapeutas y sus pacientes no hacen mas que jugar, semana tras semana, un juego apasionante en que las fichas son sueños, ilusiones, fantasías, recuerdos, angustias, amores, desencuentros y frustraciones. Esto es casi tan bueno como curar manías persecutorias.

Alejandro Dolina
De “Crónicas del Ángel Gris

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2 de enero de 2008

La ciencia en Flores

Los Refutadores de Leyendas han sostenido siempre que toda la naturaleza puede expresarse en términos matemáticos. Lo poco que queda fuera no existe.

Así, esta comparsa racionalista se ha esforzado, utilizando cifras, vectores y logaritmos, en representar cosas tales como el tango El Entrerriano o los celos de las novias de la calle Artigas.

Cuando fracasaban, simplemente declaraban superstición lo que no conseguían encuadrar en sus estructuras científicas.
Existía un minucioso catálogo de cosas inexistentes que se actualizaba cada año.

Allí figuraban los sueños, las esperanzas, el hombre de la bolsa, el alma, el ornitorrinco, el catorce de espadas, el Ángel Gris de Flores, el gol de Ernesto Grillo a los ingleses, la generala servida y la angustia.

Otra publicación venerada fue el desmesurado libro Un Amor así de Grande, resultado del afán de medirlo todo. En ese trabajo no solo se otorgan valores numéricos a los colores, aromas y formas, sino también a las sensaciones espirituales más sutiles.

A lo largo de cien capítulos se establece la cantidad de adrenalina que produce un individuo antes de ser vacunado, el volumen que alcanzan las lágrimas de una madre a lo largo de su vida, la cantidad de cera que lleva en sus oídos el conjunto de habitantes de la ciudad de Buenos Aires (suficiente al parecer para lustrar todos los pisos del edificio de Obras Sanitarias), y la energía que se consume en un suspiro.

Algunos datos producen indignación en las almas sencillas: para esta gente la novela Madame Bovary consiste en una cierta mezcla de medio kilo de papel y un cuarto de litro de tinta. Los elementos químicos que componen al hombre son descriptos puntualmente con su precio en las farmacias de la zona. De este modo se llega a la conclusión que mas barato resulta un señor robusto que un velador.

No hace falta indicar el gran éxito obtenido por esta curiosa forma de evaluar el universo. Constantemente podemos oír en la radio las declaraciones de brillantes deportistas que manifiestan hallarse en un setenta y cinco por ciento, vaya a saber de qué. Los chicos preparan tablas de posiciones en las que dan a entender que quieren primero a su madre, después a su padre, en tercer lugar a la abuela y en el cuarto —lejos— al tío Julián. Los boletines de calificaciones no son otra cosa que la versión escolar del pensamiento de los Refutadores. Aquí la descripción de la conducta de un alumno que no ha estudiado su lección, se reduce a un redondo cero. Por el contrario, un estudiante talentoso y perseverante será premiado no con un cariño ni con una frase estimulante, sino con un diez.

No se sabe si los Refutadores de Leyendas escribían cartas de amor, pero no seria extraño que sus más tiernas declaraciones consistieran en gráficos representativos del progreso de sus sentimientos.

Todo este arrebato cientificista no pudo menos que causar la repugnancia de los Hombres Sensibles de Flores, que confiaban más en las corazonadas que en la razón.
Como siempre ocurre, los excesos racionales generan desaforadas rebeliones románticas. Pero en el barrio de Flores esa rebelión no se manifestó únicamente a través del arte, sino que tuvo lugar —además— en el propio terreno científico.
La Sociedad de Científicos Sentimentales nació gracias al impulso del profesor Aurelio C. Frascarelli, quien harto de la deshumanización de las disciplinas científicas resolvió ponerle un poco de sangre al frío mundo de las raíces cuadradas y las cotangentes.
Este pensador delirante fundó la sociedad antedicha y editó un Manual de Ingreso que nunca se supo si era un libro de texto o una colección de intentos poéticos.
Las primeras innovaciones del manual son módicas. Se reducen a la redacción más emotiva de los problemas de regla de tres compuesta. Transcribimos uno de ellos:
Problema 14: Doce hombres tristes tropiezan en un año con ciento seis desengaños. No se conocen entre si, pero sufren de un modo parecido. Pregunto entonces: ¿Cuántos desengaños padecerán ocho hombres tristes en seis meses?

Como se ve, lo novedoso consiste únicamente en reemplazar hortalizas por desengaños, y en ciertas declaraciones innecesarias como el mutuo desconocimiento y la tristeza de estos hombres. Pero conforme se avanza en la lectura del Manual se encuentran cosas más audaces. El Problema 187 es prácticamente una novela corta. La descripción psicológica del protagonista —un comerciante poco escrupuloso— está bastante bien lograda. Hay personajes laterales (un cuñado que busca un tesoro oculto) y una divertida pintura costumbrista de un almacén de barrio. La pregunta final ( «¿A cuánto deberá vender el kilo de arroz?» ) resulta insignificante al lado de otros interrogantes que no están escritos, pero sí sabiamente sugeridos por el profesor Frascarelli: ¿Tiene sentido la vida? ¿Hay algún propósito en el universo? ¿Cumplimos sin saberlo con algún plan divino o diabólico?

A partir de la mitad del libro, el autor empieza a tomar partido arbitrariamente en arduas cuestiones matemáticas. Paralelamente se incorporan juicios éticos y estéticos en la explicación de teoremas y postulados. Se habla entonces de paralelepípedos atorrantes, de esferas traidoras, de ángulos aburridos y llega a decirse que el trapezoide es una figura que no merece ser tomada en serio.

Las cuestiones biológicas son en el Manual de Ingreso verdaderas fantasías. La vida del paramecio es un cuento de terror y Frascarelli llega a afirmar que las amebas son muy guardianas y fieles a sus amos.

La actividad de los Científicos Sentimentales no se reducía a la difusión del Manual. En los años de oro del barrio de Flores, muchos maestros románticos dieron clase en una academia privada de la calle Condarco. Los alumnos padecían la misma locura que los profesores. Cada vez que se realizaba algún experimento en el gabinete de química, los jóvenes salían corriendo aterrorizados, mientras gritaban «cosa de Mandinga» o «el Diablo anda suelto».

El propio Frascarelli dirigía un grupo de investigación cuyos métodos provocaban el escándalo de los Refutadores. Creían, por ejemplo, en la búsqueda de la casualidad. Este criterio podría escribirse así: sabiendo que muchos grandes descubrimientos se realizaron casualmente, parece una buena idea disimular el verdadero propósito de la investigación. 

Así, cuando se quiere encontrar una estrella, se busca un microbio. Los resultados no fueron muy espectaculares, si bien Frascarelli se jactaba de haber hallado un específico que combatía el mal aliento, mientras buscaba la piedra filosofal.

En ocasiones, los científicos soñadores acudían a la búsqueda empírica y tomaban frascos de untura blanca, para ver qué ocurría. Estas experiencias se anotaban en un cuaderno que ha sobrevivido a la Sociedad y en el que se refieren más de mil quinientas locuras, que van desde comer pólvora hasta arrojarse al vacío desde diferentes alturas para establecer los daños físicos y morales que, más allá de los cuatro metros, solían traducirse en la muerte lisa y llana.
Hay que decir que aunque sus logros fueron pequeños, los propósitos de la Sociedad no tenían límites. Durante años trataron de hacer algún milagro. Buscaron la esmeralda que cura todas las enfermedades, el elixir de la eterna juventud, el polvo de Perlimpimpim, el jarabe del amor eterno y la llave de la sabiduría. Discutieron sobre la cuadratura del círculo y la inmortalidad del cangrejo y trataron de volver al pasado y visitar el futuro.
Todos saben que en el barrio del Ángel Gris se destilaba el vino del olvido y el licor del recuerdo. También se conocen perfectamente sus efectos y propiedades. Al parecer, lo que mataba era la mezcla.

Algunos mentirosos pretenden que estas maravillas fueron creadas por los Científicos Sentimentales. Nada más falso. El vino fue obra de los Amigos del Olvido, un club que proponía la abolición del pasado. Y el licor es —sin duda ninguna— un hallazgo de Manuel Mandeb, el polígrafo de Flores.
Tal como es fácil sospechar, los científicos románticos fueron derrotados por la prédica incesante de los Refutadores de Leyendas.

Hoy todo el mundo rinde culto a la Ciencia Pura. Y se da una ilustre paradoja: los Refutadores no han hecho más que reemplazar las viejas leyendas por otras nuevas, mucho peores.

Los arquitectos razonables podrán dudar de la existencia del alma, pero suscribirán cualquier teoría sobre el átomo, los neutrones y los protones, con la mayor alegría.
No importa si no entienden estas teorías. En realidad -como dice Sábato- el pensamiento científico parece tener mayor poder cuanto menos se lo comprende.

Por eso se suele decir:
—¡Qué bien que habla este hombre…! No alcanzo a entender ni una sola de sus palabras.
Cuando un racionalista se pone supersticioso, no hay quien lo gane.
Todo parece indicar que el futuro pertenece a los Refutadores de Leyendas. Tal vez por eso los miembros de esta entidad —la única que queda de las que existieron en los años dorados— se muestran tan optimistas con respecto a lo que vendrá.
Todos los adoradores del progreso nos pintan un porvenir lleno de veredas móviles que nos evitaran el esfuerzo de caminar, con máquinas invictas, con ríos domados, y vehículos cada vez más veloces.
A las almas sencillas, la descripción de estos espantosos mecanismos les parece algo diabólico.

Porque en este proyecto de aparatos infalibles y formidables fuentes de energía no parece existir la menor preocupación por responder a alguna de las preguntas que el profesor Frascarelli supo insertar en su memorable Problema 187.

La Sociedad de Científicos Sentimentales era una locura. Pero tal vez hace falta un poco de locura entre tanta exactitud y precisión.

Serán buenos los cálculos y los teoremas inexpugnables, si es que se aplican a rombos, ángulos y cubos. Pero empiezan a fallar cuando se trata de personas.

Y a lo mejor esto constituye la más grande virtud del hombre, su toque divino. El último de los atorrantes de Flores es más interesante que una estrella, solamente porque su comportamiento no es previsible.

Nada de esto significa que debamos renunciar a la ciencia y su arsenal. Que se sigan inventando licuadoras y tónicos contra el catarro. Dos mas dos son cuatro. Los Refutadores de Leyendas tienen razón. Pero nada más que eso: razón.

A mí no me alcanza.

Alejandro Dolina
De “Crónicas del Ángel Gris

2 de abril de 2007

El arte de la discusion en el barrio de Flores

Como decían los chinos, en este mundo la certeza no es más que una ilusión. Nadie puede estar seguro de nada. Todo juicio puede ser falso, incluso éste.

Y el ejercicio de la inteligencia no alcanza a aclarar las cosas. Más bien puede decirse que las complica.
Todo esto produce en los paisanos un cierto desasosiego: uno recorre la vida buscando alguna verdad y apenas si encuentra señales confusas. De lo absoluto, ni la sombra.
Así, de tanto andar entre fantasmagorías, algunos pensadores llegaron a sospechar que el propósito final del universo es el desengaño.
Sin embargo, conviene imaginar lo espantosa que sería la vida sin la existencia de asuntos dudosos. Un mundo con respuestas para todo sería también un mundo sin preguntas. Y también sin esperanzas ni sueños.
En otras palabras: es sólo en el terreno de la incertidumbre donde nos está permitido macanear libremente.

Por Alejandro Dolina

Revista Humor. Abril de 1984

Los espíritus obtusos del barrio de Flores comprendieron bastante bien estas ideas. Llegaron a descubrir que la razón permite sostener opiniones opuestas con idéntica destreza. Y con juvenil asombro pasaban las horas jugando a discutir.

Pero lo que empezó como un juego se convirtió con el tiempo en una verdadera obsesión. Sucedió que algunos hombres adquirieron una habilidad superior para argumentar. Las técnicas se fueron perfeccionando y finalmente un pequeño grupo de personas alcanzó una solvencia polémica que estaba muy por encima de los modestos retruques de la gente sencilla.
De allí nace el Círculo de Discutidores Profesionales, una entidad que marcó rumbos en la zona y que funcionaba en un salón de la calle Bogotá.
El propósito fundamental del Círculo fue poner un poco de orden y concierto en las discusiones montaraces. Se editaron folletos con consejos y recomendaciones, se impartieron clases y se realizaron excursiones a barrios hostiles, como Colegiales para discutir como visitantes y vivir nuevas experiencias.
Sin embargo, la institución logró fama y renombre gracias a las espectaculares Mesas Redondas de los Sábados que se realizaban en su sede y que atraían no sólo a grandes polemistas, sino también a sus hinchadas.
El procedimiento corriente era elegir un tema de discusión y luego sortear las posiciones a sostener por cada uno de los participantes.
A veces, en medio del debate, se obligaba a los discutidores a cambiar de bando. Esto producía un efecto muy atrayente. Y así, el que había defendido les derechos de la mujer en el mundo moderno, pasaba a refutarse a sí mismo y clamaba por el confinamiento femenino en la cocina y sus aledaños. Se podía tener razón las dos veces, o ninguna.
Al principio, los temas de las Mesas Redondas eran más o menos previsibles: ¿Es el suicida un cobarde? ¿Pueden ser amigos el hombre y la mujer? ¿Importa más la forma o el contenido? ¿Librecambismo o proteccionismo?
Más adelante el público se aburrió de estas cuestiones vulgares y exigió el examen de asuntos más arduos: ¿,Medialunas de grasa o de manteca? ¿Es mejor el colectivo o el tren? ¿Frío o calor? ¿Rubias o morochas?
En los años dorados del barrio del Ángel Gris, el salón de la calle Bogotá conoció verdaderos colosos.
Aquel olímpico doctor Arnaldo Garcete, que citaba autores y tratadistas en catorce idiomas, la mayoría de ellos absolutamente desconocidos para él. Garcete llegó a formular sus argumentaciones en versos rimados, hábito que fue abandonando pues advirtió que su apellido era una enorme ventaja para sus adversarios.
El abogado Hugo Varsky basaba su técnica en la gesticulación. Mientras exponían los otros, movía el dedo y la cabeza en señal negativa y con eso desalentaba a cualquiera. Llegado su turno, marcaba el compás de sus disertaciones con golpes de puño sobre la mesa, de modo que sus palabras parecían escritas en rojo. E1 ritmo de sus puñetazos iba en ascenso hasta culminar en una especie de candombe que impedía oír lo que estaba diciendo, pero que dejaba una sensación de triunfo inapelable.
Famoso fue también el boticario Antonio Carrozzi, que apoyaba sus razones en el testimonio ajeno. Casi siempre se remitía a testigos ausentes o simplemente muertos: “Ahí está el finado Menéndez que no me deja mentir”. Y nadie se atrevía a contradecirlo.
Más temible aún era Andrés Guzmán, hombre de pocos argumentos pero de fuerte pegada. Generalmente cerraba las discusiones con frases tales como: “Yo le voy a dar dimensión ontológica, pelandrún”. Y se acababan las discrepancias.
Hubo muchos otros… Rodolfo C. Pagani, el mago de los silencios; el gritón Frustaci, que aturdía con sus reflexiones; el viejo Vitale, que iba a menos por cortesía o el timorato Ernesto Cipolla, que daba la razón a todos y repetía lo que había dicho el último en hablar.
Como ocurre casi siempre, la preocupación por la victoria a cualquier precio deslucía las competencias. Los más tramposos pusieron su ingenio al servicio de las zancadillas y las maniobras malintencionadas.
El propio Manuel Mandeb, que solía asistir al Circulo como espectador, propuso un reglamento en el que se prohibían ciertos recursos infames. El polígrafo de Flores los clasificó y les dio nombre. Veamos algunos.
RECURSO DE LA DEFINICION SOLICITADA
Consiste en pedir al expositor que defina cada una de las palabras que dice. Por ejemplo alguien declara:
A los niños hay que tratarlos con bondad.
El tramposo dirá entonces:
Depende de lo que entienda usted por bondad.
Se puede continuar indefinidamente, solicitando ante cada respuesta nuevas definiciones.
RECURSO DEL EJEMPLO CERCANO
Se trata de pretender que un caso particular constituye una regla general.
Todos los niños son unos papanatas. Ahí lo tiene usted a mi sobrino.
Lo peor de esta jugada es que permite al adversario defenderse con un ejemplo contrario:
Sin embargo, el hermano de mi novia es una lumbrera.
Generalmente el debate queda reducido a un mutuo tiroteo de ejemplos y hay pocas cosas tan aburridas.
RECURSO DEL CAMBIO DE TEMA
Hay mil maneras de conseguirlo. Desde elogiar la corbata del contrincante hasta cuestionar la pronunciación de una palabra cualquiera. Así, la discusión versará sobre corbatas, pronunciaciones o lo que el tramposo quiera.
RECURSO DE LA DESAUTORIZACION MORAL
Consiste en hacer creer que los defectos personales de alguien se transmiten a sus argumentos. Por ejemplo:
¿Qué me viene con gnoseología, usted que es un borracho perdido?
Los razonamientos pueden ser expuestos por un canalla o un santo, sin ser por ello ni más ni menos veraces. Sin embargo ésta es una de las trampas más difundidas en este juego.
RECURSO EXTREMO BUSCANDO UN ACUERDO
Lo usan los tramposos cuando se ven perdidos. Se trata de mimetizar la opinión propia con la del adversario.
Al final estamos diciendo lo mismo, pero con distintas palabras.
Al oír esta última frase, puede pensarse que a veces ocurre algo mucho más peligroso: decir cosas diferentes con las mismas palabras.
El recurso extremo puede usarse también en su variante “Finíshela”:
Mire, ni yo lo voy a convencer a usted ni usted me va a convencer a mí.
RECURSO DE LA METAFORA COMO ARGUMENTO
Consiste en atribuir rigor científico a las comparaciones poéticas. Alguien dice:
El país es como una casa y hay que construirlo desde los cimientos.
Si uno toma demasiado en serio esta afirmación, podrá seguir hablando de techos, paredes, puertas y ventanas, para terminar diciendo que nuestra salvación está en manos de los albañiles.
Mandeb denuncia en su trabajo más de setenta maniobras y trampas. Los directivos del Círculo nunca le hicieron mucho caso y hasta el día de hoy los recursos antedichos se siguen usando con total impunidad.
Las Mesas Redondas de los Sábados siempre tuvieron una gravísima dificultad. Resultaba muy difícil establecer quién era el ganador. Se utilizaron muchos sistemas diferentes: jueces, jurados, puntajes, aplausos. Ninguno funcionó, pues invariablemente los resultados eran discutidos por los perdedores.
Los más sabios sugirieron entonces que no era necesario buscar un ganador. Para ellos el fin de la discusión era llegar a una conclusión positiva, a acuñar un juicio definitivo sobre el tema central de la polémica. Este disparate tuvo bastante aceptación, aunque las dificultades para redactar la conclusión eran las mismas que para consagrar a un ganador.
Alguien que confundía la voluntad con la realidad propuso someter las cuestiones a votación. El aplauso de los demócratas saludó la propuesta y así una noche de verano se resolvió por 11 votos contra 4 que la capital de Suiza es Oslo. El aserto fue admitido también por los que perdieron, quienes juraron sostener hasta la muerte aquella conclusión por más que se quejarán suizos y noruegos.
Estas coincidencias no le gustaban al público, que las sentía como aflojadas. Las muchedumbres exigían un poco de encono y al no encontrarlo se fueron alejando de la calle Bogotá.
Para peor entró en escena la Comisión de Comedidos y Componedores, unos individuos que recorrían la barriada para meterse a separar en las broncas. Hartos de que los molieran a palos, trataron de evitar, ya que no las peleas callejeras, al menos las discusiones del Círculo. Para lograrlo apelaron al viejo cuento de la tesis, la antítesis y la síntesis.
La acción de estos pisaverdes precipitó la decadencia de las Mesas Redondas. El Círculo de Discutidores alcanzó a sobrevivir algún tiempo gracias a la venta de opiniones y argumentos. Como podrá suponerse, el surtido era enorme y la demanda también. Los mejores clientes fueron los actores, cantantes, bailarinas, recitadores y peluqueros de ésos que van a la televisión a hablar de aquello que ignoran.
Agotado su stock, el Círculo se cerró para siempre.
Contra lo que puede suponerse, los Hombres Sensibles de Flores tuvieron cierta simpatía por los Discutidores. Las polémicas enseñaban que existen razones perfectas para afirmar cualquier cosa, cierta o falsa. Y los muchachos del Ángel Gris pensaron que ésta era una gran lección. No para ellos, desde luego, sino para las gentes incautas. Los Hombres Sensibles supieron siempre que las verdades hay que buscarlas con el corazón. Por estas verdades del sentimiento vale la pena morir. Las otras son apenas fichas de un juego interesante.
Por ahí andan los hombres sin corazón diciendo que ninguna causa merece que uno muera por ella. Tienen razón en su mundo pequeño de teoremas. ¿Quién se hará degollar para defender el principio de Arquímedes?
Dejemos a los nuevos Discutidores que se diviertan con sus argumentos. No está mal para una tarde de lluvia. Pero recordemos siempre que fuera del salón está la vida con sus pasiones, sus héroes, sus canallas, sus mártires, sus puñales y sus muertes. Y el Destino no entiende razones. Buenas noches.
Alejandro Dolina