Como decían los chinos, en este mundo la certeza no es más que una ilusión. Nadie puede estar seguro de nada. Todo juicio puede ser falso, incluso éste.
Y el ejercicio de la inteligencia no alcanza a aclarar las cosas. Más bien puede
decirse que las complica.
Todo esto produce en los paisanos un cierto desasosiego: uno recorre la vida
buscando alguna verdad y apenas si encuentra señales confusas. De lo absoluto, ni la
sombra.
Así, de tanto andar entre fantasmagorías, algunos pensadores llegaron a sospechar
que el propósito final del universo es el desengaño.
Sin embargo, conviene imaginar lo espantosa que sería la vida sin la existencia de
asuntos dudosos. Un mundo con respuestas para todo sería también un mundo sin preguntas.
Y también sin esperanzas ni sueños.
En otras palabras: es sólo en el terreno de la incertidumbre donde nos está
permitido macanear libremente.
Por Alejandro Dolina
Revista Humor. Abril de 1984
Los
espíritus obtusos del barrio de Flores comprendieron bastante bien
estas ideas. Llegaron a descubrir que la razón permite sostener
opiniones opuestas con idéntica destreza. Y con juvenil asombro pasaban
las horas jugando a discutir.
De allí nace el Círculo de Discutidores Profesionales, una entidad que marcó rumbos en la zona y que funcionaba en un salón de la calle Bogotá.
El propósito fundamental del Círculo fue poner un poco de orden y concierto en las discusiones montaraces. Se editaron folletos con consejos y recomendaciones, se impartieron clases y se realizaron excursiones a barrios hostiles, como Colegiales para discutir como visitantes y vivir nuevas experiencias.
Sin embargo, la institución logró fama y renombre gracias a las espectaculares Mesas Redondas de los Sábados que se realizaban en su sede y que atraían no sólo a grandes polemistas, sino también a sus hinchadas.
El procedimiento corriente era elegir un tema de discusión y luego sortear las posiciones a sostener por cada uno de los participantes.
A veces, en medio del debate, se obligaba a los discutidores a cambiar de bando. Esto producía un efecto muy atrayente. Y así, el que había defendido les derechos de la mujer en el mundo moderno, pasaba a refutarse a sí mismo y clamaba por el confinamiento femenino en la cocina y sus aledaños. Se podía tener razón las dos veces, o ninguna.
Al principio, los temas de las Mesas Redondas eran más o menos previsibles: ¿Es el suicida un cobarde? ¿Pueden ser amigos el hombre y la mujer? ¿Importa más la forma o el contenido? ¿Librecambismo o proteccionismo?
Más adelante el público se aburrió de estas cuestiones vulgares y exigió el examen de asuntos más arduos: ¿,Medialunas de grasa o de manteca? ¿Es mejor el colectivo o el tren? ¿Frío o calor? ¿Rubias o morochas?
En los años dorados del barrio del Ángel Gris, el salón de la calle Bogotá conoció verdaderos colosos.
Aquel olímpico doctor Arnaldo Garcete, que citaba autores y tratadistas en catorce idiomas, la mayoría de ellos absolutamente desconocidos para él. Garcete llegó a formular sus argumentaciones en versos rimados, hábito que fue abandonando pues advirtió que su apellido era una enorme ventaja para sus adversarios.
El abogado Hugo Varsky basaba su técnica en la gesticulación. Mientras exponían los otros, movía el dedo y la cabeza en señal negativa y con eso desalentaba a cualquiera. Llegado su turno, marcaba el compás de sus disertaciones con golpes de puño sobre la mesa, de modo que sus palabras parecían escritas en rojo. E1 ritmo de sus puñetazos iba en ascenso hasta culminar en una especie de candombe que impedía oír lo que estaba diciendo, pero que dejaba una sensación de triunfo inapelable.
Famoso fue también el boticario Antonio Carrozzi, que apoyaba sus razones en el testimonio ajeno. Casi siempre se remitía a testigos ausentes o simplemente muertos: “Ahí está el finado Menéndez que no me deja mentir”. Y nadie se atrevía a contradecirlo.
Más temible aún era Andrés Guzmán, hombre de pocos argumentos pero de fuerte pegada. Generalmente cerraba las discusiones con frases tales como: “Yo le voy a dar dimensión ontológica, pelandrún”. Y se acababan las discrepancias.
Hubo muchos otros… Rodolfo C. Pagani, el mago de los silencios; el gritón Frustaci, que aturdía con sus reflexiones; el viejo Vitale, que iba a menos por cortesía o el timorato Ernesto Cipolla, que daba la razón a todos y repetía lo que había dicho el último en hablar.
Como ocurre casi siempre, la preocupación por la victoria a cualquier precio deslucía las competencias. Los más tramposos pusieron su ingenio al servicio de las zancadillas y las maniobras malintencionadas.
El propio Manuel Mandeb, que solía asistir al Circulo como espectador, propuso un reglamento en el que se prohibían ciertos recursos infames. El polígrafo de Flores los clasificó y les dio nombre. Veamos algunos.
A los niños hay que tratarlos con bondad.
El tramposo dirá entonces:
Depende de lo que entienda usted por bondad.
Se puede continuar indefinidamente, solicitando ante cada respuesta nuevas definiciones.
Todos los niños son unos papanatas. Ahí lo tiene usted a mi sobrino.
Lo peor de esta jugada es que permite al adversario defenderse con un ejemplo contrario:
Sin embargo, el hermano de mi novia es una lumbrera.
Generalmente el debate queda reducido a un mutuo tiroteo de ejemplos y hay pocas cosas tan aburridas.
¿Qué me viene con gnoseología, usted que es un borracho perdido?
Los razonamientos pueden ser expuestos por un canalla o un santo, sin ser por ello ni más ni menos veraces. Sin embargo ésta es una de las trampas más difundidas en este juego.
Al final estamos diciendo lo mismo, pero con distintas palabras.
Al oír esta última frase, puede pensarse que a veces ocurre algo mucho más peligroso: decir cosas diferentes con las mismas palabras.
El recurso extremo puede usarse también en su variante “Finíshela”:
Mire, ni yo lo voy a convencer a usted ni usted me va a convencer a mí.
El país es como una casa y hay que construirlo desde los cimientos.
Si uno toma demasiado en serio esta afirmación, podrá seguir hablando de techos, paredes, puertas y ventanas, para terminar diciendo que nuestra salvación está en manos de los albañiles.
Las Mesas Redondas de los Sábados siempre tuvieron una gravísima dificultad. Resultaba muy difícil establecer quién era el ganador. Se utilizaron muchos sistemas diferentes: jueces, jurados, puntajes, aplausos. Ninguno funcionó, pues invariablemente los resultados eran discutidos por los perdedores.
Los más sabios sugirieron entonces que no era necesario buscar un ganador. Para ellos el fin de la discusión era llegar a una conclusión positiva, a acuñar un juicio definitivo sobre el tema central de la polémica. Este disparate tuvo bastante aceptación, aunque las dificultades para redactar la conclusión eran las mismas que para consagrar a un ganador.
Alguien que confundía la voluntad con la realidad propuso someter las cuestiones a votación. El aplauso de los demócratas saludó la propuesta y así una noche de verano se resolvió por 11 votos contra 4 que la capital de Suiza es Oslo. El aserto fue admitido también por los que perdieron, quienes juraron sostener hasta la muerte aquella conclusión por más que se quejarán suizos y noruegos.
Estas coincidencias no le gustaban al público, que las sentía como aflojadas. Las muchedumbres exigían un poco de encono y al no encontrarlo se fueron alejando de la calle Bogotá.
Para peor entró en escena la Comisión de Comedidos y Componedores, unos individuos que recorrían la barriada para meterse a separar en las broncas. Hartos de que los molieran a palos, trataron de evitar, ya que no las peleas callejeras, al menos las discusiones del Círculo. Para lograrlo apelaron al viejo cuento de la tesis, la antítesis y la síntesis.
La acción de estos pisaverdes precipitó la decadencia de las Mesas Redondas. El Círculo de Discutidores alcanzó a sobrevivir algún tiempo gracias a la venta de opiniones y argumentos. Como podrá suponerse, el surtido era enorme y la demanda también. Los mejores clientes fueron los actores, cantantes, bailarinas, recitadores y peluqueros de ésos que van a la televisión a hablar de aquello que ignoran.
Agotado su stock, el Círculo se cerró para siempre.
Contra lo que puede suponerse, los Hombres Sensibles de Flores tuvieron cierta simpatía por los Discutidores. Las polémicas enseñaban que existen razones perfectas para afirmar cualquier cosa, cierta o falsa. Y los muchachos del Ángel Gris pensaron que ésta era una gran lección. No para ellos, desde luego, sino para las gentes incautas. Los Hombres Sensibles supieron siempre que las verdades hay que buscarlas con el corazón. Por estas verdades del sentimiento vale la pena morir. Las otras son apenas fichas de un juego interesante.
Por ahí andan los hombres sin corazón diciendo que ninguna causa merece que uno muera por ella. Tienen razón en su mundo pequeño de teoremas. ¿Quién se hará degollar para defender el principio de Arquímedes?
Dejemos a los nuevos Discutidores que se diviertan con sus argumentos. No está mal para una tarde de lluvia. Pero recordemos siempre que fuera del salón está la vida con sus pasiones, sus héroes, sus canallas, sus mártires, sus puñales y sus muertes. Y el Destino no entiende razones. Buenas noches.
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