Hacia finales del siglo XIX, el arte comenzaba una importante transformación, fruto de muchos procesos que convergieron. Por ejemplo, la influencia del romanticismo había animado a las generaciones siguientes a buscar un lenguaje personal y original. Por otro lado, la aparición de las tecnologías de la imagen, como la cámara fotográfica, incidieron en el modo en que era concebida la función del arte occidental.
Así, para el último tercio del siglo XIX, ya se veían propuestas arriesgadas como el impresionismo (Renoir, Monet), el postimpresionismo (Van Gogh, Gauguin), el simbolismo, el arte naif y otras corrientes. El fauvismo, de hecho, fue contemporáneo con el expresionismo alemán y, al igual que este, defendía la libertad expresiva.
El fauvismo logró abrirse espacio en el Salón de Otoño de París en 1905, que dedicó la sala número ocho a los artistas Henry Matisse, Maurice Vlaminck y André Derain. Pero las características de sus obras escandalizaron a la audiencia y, especialmente, a algunos críticos más conservadores. Los cuadros mostraban colores estridentes e incoherentes con la “realidad”.
Aquello fue un espectáculo impactante y desafiante, de modo que el crítico Louis Vauxcelles se expresó de este modo: “Donatello chez les fauves”, que en francés quiere decir: “¡Vaya! Donatello entre fieras”. Así, lo que comenzó como una descalificación, fue asumido por los artistas como el nombre del nuevo estilo: “fauvismo”, el movimiento de “las fieras”.
No se puede decir que el fauvismo haya sido un movimiento con un manifiesto programático, como sí lo fue el futurismo, por ejemplo. Sin embargo, sus artistas compartían el interés por la exaltación del color y la intención de ruptura. En consecuencia, para el año 1908 el fauvismo se diluyó. Sin embargo, su influencia fue fundamental para la primera generación de vanguardistas.
Las características del movimiento eran la exaltación del color, el instinto y la impulsividad, el desinterés por la perspectiva y el modelado, trazos espontáneos y sueltos y la vuelta al trabajo al estudio, a diferencia de pintores anteriores que habían salido al exterior a pintar.
Los temas del fauvismo podían abarcar el espectro de los retratos, los paisajes, los objetos cotidianos, la relación idílica del ser humano con la naturaleza y las escenas de interiores.
Mi favorito de esa corriente es Henri Matisse. Este cuadro se llama la raya verde (Amélie Parayre), pintado en 1905 y está en la Galería Nacional de Dinamarca, Copenhague.
Aquí se ve como Matisse exalta al color en sí mismo, usándolo en su estado puro y de manera directa.
Por ende, la obra fauvista hace gala de una coloración atrevida. Usa colores de manera brutal y con relativa arbitrariedad, procurando deliberadamente una sensación de disonancia que rompa la asociación del color con la representación de la realidad tal como ella es concebida.
Más que indagar sobre los sentimientos o pensamientos del artista, el fauvismo exhibe el flujo del instinto creativo. En consecuencia, las líneas y los colores resultan de gestos impulsivos, pretendiendo con ello alcanzar la genuinidad atribuida a los niños o a lo “salvaje”, es decir, a aquello que no ha sido “tocado” por el orden civilizatorio dominante.
Este segundo cuadro es André Derain. Puente sobre el Rio, de 1906. Colección de William S. Paley.
Otro rasgo del arte fauvista fue el desinterés por la profundidad espacial, la perspectiva y el modelado y, con ello, por el claroscuro. Las figuras del plano fauvista suelen ser planas, y algunas veces aparecen delimitadas por gruesos contornos. Se desvanece, pues, la pretensión de construir imágenes que imiten el mundo visible.
Este último cuadro es de Maurice de Vlaminck, se llama El Huerto, es de 1905 y pertenece a una colección privada.
Es posible que a Henri Mattisse también se lo considere dentro de otros movimientos, ya que hay que recordar que casi ningún artista ha pertenecido a un solo movimiento, aunque dentro del fauvismo es su ícono.
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